Mi otro yo

Mi otro yo.

Dicen que cuando todo esto acabe no seremos los mismos. Dicen que, de hecho, ya no lo somos.
Y es que ya hemos empezado a hacer algo.

Los nostálgicos ya se llevan las manos a la cabeza al sentir que tendremos que renunciar a lo que éramos, a cómo vivíamos y a cómo nos relacionábamos. Los entusiastas ya se están viniendo arriba al pensar que habrán sido protagonistas de un hecho (esperemos) único e histórico. Y los orgullosos ya se han dado cuenta de que nadie, ni siquiera el infalible ser humano, es del todo intocable.
Ya no somos los mismos porque los emprendedores ya se han reinventado antes incluso de que toda España llegue a la fase 1. Y porque los temerosos ya han tachado «vivir una pandemia» de su lista de miedos más profundos y posibles. Y porque los felices ya se han dado cuenta de que, 1 hora y 1 kilómetro, pueden ser el mejor de los regalos.
Porque los enfadados ya tienen acumulados cien mil reproches que repartirán a diestro y siniestro en cuánto se pueda. Y porque los solitarios ya empiezan a echar de menos a todo el mundo. O porque los más sociables empiezan sin embargo a echar de más.

Porque ya nadie es, ni volverá a ser, el que era. Mejor o peor, cada uno podrá contar su propia historia. Yo tengo la mía.
Y es que yo, que tengo mucho de nostálgica, algo de entusiasta, un poco de orgullosa y cierta parte de emprendedora. Yo, que muchas veces tengo miedo, casi siempre intento ser feliz, me enfado en ocasiones, echo terriblemente de menos y que también, lo reconozco, algún día echo de más. Yo, yo ya siento que no soy la misma. Siento que aprendí. Sí, sobre todo esto es lo que me ha pasado. Que aprendí. Y eso, en realidad, nunca puede ser malo.

En este tiempo aprendí a cocinar las espinacas de otra manera y a hacer la mejor mayonesa casera del barrio. A contar muchas historias por Webex, Zoom, Livestorm, Hangout Meets o FaceTime. Y también a decir hoja caduca y perenne en inglés.
He aprendido un poco de anticuerpos, de estadística, de interpretación de gráficos (sobre todo de curvas) y de gestión del cambio, o mejor dicho, de gestión en general incluso estando inmersa en el más absoluto de los caos. Aprendí a calcular a ojo 2 metros de distancia, a llorar para dentro, a abrazar con la mirada y a ajustarme bien la mascarilla para que no se me empañen las gafas. He aprendido a ser más resiliente, paciente, constante y flexible. A querer mucho más y a mucha más gente.
Aprendí que nada importa tanto.

Dicen que cuando todo esto acabe, no seremos los mismos. Y así es.
Yo, definitivamente, ya no lo soy. Y es que ahora, por saber, hasta sé abrir puertas con el codo.

Con todo mi cariño a los que el cambio ha sido el de perder a alguien. Con todo y mi más inmenso cariño.

1 hora de paseo

Mi hora de paseo.

Cómo explicarlo. La verdad es que fue algo instintivo, ni siquiera lo tuve que pensar o decidir. Y es que he de confesar que lo hice por protegerme. Dejé de escribir porque no podía permitirme el lujo de sentir (más).

Hace ya 8 semanas que nos pidieron confinarnos por cuidarnos y por cuidar. Y exactamente lo mismo le pedí a mis emociones. A mi estómago en realidad. Que parara. Y que callara. Porque lo que había fuera era más que suficiente. Suficiente como para además, voluntariamente y motu proprio, dedicarme a pensar, a expresar, a escribir y a contar. Esto ahora iba de sobrevivir, no de todo lo demás.

Y es que creo que durante este tiempo he llorado 1 de cada dos días, incluso a veces 2 de cada 1. Soy de las que Resistiré aún me sigue emocionando, y reírme por Zoom, un dibujo de las niñas y el aplauso de las 8. Me emociono con el cariño de cualquiera de sus profesores, de un policía o del conserje, un vídeo mal grabado pero muy lleno, una noticia (o casi todas), ese siempre inoportuno recordatorio de Google fotos de «un día como hoy» y aquél plan que tocaba hacer pero no pudo ser. Me emociono al ver a mis padres por la ventana y a mis amigos por una pantalla. Y al salir a un Madrid vacío. Y al echar de menos mi vida. Y al despertarme recordando que esto está ocurriendo de verdad.
Tengo exceso de emoción. Emoxicación.

Confinado.

Quédate en casa nos repetían y repetía yo también a mi estómago. Quédate. No pienses, no expreses, no escribas ni cuentes. No sientas (más).

Confinado.

Y entonces la angustia global dejó hueco a la local, y llamar cada 4 horas para preguntar si había subido la fiebre o aumentado la tos, fue durante 3 semanas mi único acto voluntario. ¿Lo demás? Pues hacer lo que me pedía el día. Y, de paso, hacer que se pasara también. Sobrevivir.

Lo local terminó, y la alegría llegó. Porque, sin poder entenderlo muy bien, también ha habido mucha. ¿Entonces ahora ya puedo? No, sigue quedándote en casa. No pienses aún, ni expreses todavía, que no escribas, que no cuentes. No, que aún no sientas (más). Sobrevive. Que aún nos queda mucho.
Aunque cada vez menos.

Y así hemos seguido andando todas estas semanas. Yo, en casa. Mis emociones, también.

Sin plantearme demasiado bien las fases de mi propia desescalada, y con el mismo miedo al repunte que tiene España, pero en mi caso además, miedo a un repunte de angustiosa sensibilidad, hoy a pesar de ello he decidido darle a mi estómago también 1 hora de paseo. Para pensar, expresar, escribir y contar. Y además, por todo lo alto, escuchando música de nuevo. Pero bajito. Que hay que respetar la distancia social.

Oye, y que gracias a los que querían volverme a leer. Yo también quería ya gritar.
Seguid cuidando de vosotros y de todos los demás.

Quién dijo miedo

Quien dijo miedo

 «Nunca te condecen un deseo sin concederte también la facultad de hacerlo realidad, sin embargo, es posible que te cueste trabajo».

Y vaya si costó…

No ha sido una decisión fácil, sentirte al borde del precipio y finalmente saltar no es sencillo. La gente me llama valiente, pero yo lo llamo coherente. Es lo que estaba buscando, es por lo que llevo tiempo preparándome, me hubiera encantado que esta oportunidad hubiera surgido dentro, en casa, pero no ha podido ser, no sé si es que no ha habido la intención, más bien. Llegó el momento de coger mi mochila, llena de experiencias, guardar todos los abrazos y el arropo de la gente que me aprecia, y salir. Emprender nuevo camino, volver a construir. ¿Quién dijo miedo?

Es verdad que llevo 15 años de aprendizaje, conocimiento y experiencia, pero también me voy con la satisfacción de 15 años de trabajo bien hecho, que me ha permitido crecer. Me voy con buen sabor de boca, el mismo que dejo, y eso me llena de energía para el siguiente reto.

Hay veces en la vida en la que los caminos que se emprenden se acaban, o toca abandonarlos a favor de otros nuevos que se abren. En este caso siento que el camino se ha agotado, he llegado al final, a toparme con el muro, como le ocurrió a Truman en su show. No podía conformarme con eso, con seguir dando vueltas sabiendo que ese muro siempre iba a estar ahí. Una puerta se ha abierto, me he asomado y he visto un camino por recorrer, no sé hasta dónde me llevará, no sé cuantas curvas o piedras tendrá, no sé si encontraré en él otros caminos nuevos que explorar, eso no lo sé. Pero lo que sí sé es que me apetece emprenderlo, me apetece probar y probarme, y ver hasta donde llego.

Saco muchas lecciones aprendidas de mi experiencia, y de toda la gente con la que he tenido la suerte de trabajar, porque incluso de las nubes grises he sacado un aprendizaje, me han enseñado lo que no quiero ser, a lo que no quiero parecerme. Si me permitís voy a utilizar este texto para dar las gracias a algunas de las personas que me han acompañado en esta aventura, y que sé que lo leerán (prepararos porque esto será como el discurso de Almodaovar en los Oscar del 2000). Allá voy:

Gracias Emma, porque tú mejor que nadie sabe lo que este cambio significa, por ese camino que emprendimos a la vez, y que (¡cómo es la vida!) repito justo un año después que tú. Gracias por todas esas charlas, reflexiones y risas compartidas; gracias por todas esas locuras que te he contado y que hemos conseguido materializar.

Gracias Arantxa por confiar en mí, por enseñarme a abrirme puertas nuevas sin cerrar las anteriores, por tu generosidad.

Gracias Rocío, porque en un par de charlas me aportarte mucho más de lo que crees, por confirmarme que con amabilidad se consigue siempre mucho más, también en el trabajo.

Y sobre todo gracias a mis amigas de «El Tendedero», porque muchos años después seguimos ahí. Gracias Maruchi por tu coherencia y sentido común, tan escaso en estos tiempos, a Carpini por tu buen rollo y tu alegría, y por esos ratitos de peluquería escondidas en el baño (cómo echo de menos tu melena…) Gracias Eva y Laura por acompañarme tan discretamente en este camino, por vuestros consejos, pero sobre todo por escucharme y ser ese balón de oxígeno cuando me quedaba sin aire.

Y para terminar (tampoco ha sido tan largo), gracias a los amigos de «fuera» y  a mi familia por su apoyo, y a César, por saber que ahora era mi momento, que ahora me tocaba saltar a mí y remar a él. Trabajo en equipo, parece que se nos da bien.

Y después de todo esto imagino que habréis adivinado que emprendo nueva aventura profesional, dejo la que considero mi casa después de 15 años, estoy preparada y es el momento de hacerlo. Siempre he creído que todo el mundo tiene un Don, algo especial que nos hace diferentes, y si alguien no lo ve, no es porque tú no lo tengas, es porque ellos no lo ven.

gema

 

 

 

La Historia que me falta

HistoriaMi profesora del Historia en el colegio se llamaba Julia.

A ella le debo que me decantara por escoger ciencias en bachillerato. No he conocido manera más aburrida de contar la historia que la que usaba ella, esa manera de recrearse en los temas de prehistoria, en los Visigodos o los Bolcheviques, que no digo yo que no sea una parte importante de la historia, y por supuesto, interesante, pero no creo que tanto como para llegar a Junio y no haber conseguido pasar de Alfonso XIII.

Total, que para enterarme de qué pasó después del reinado de ese Rey que ya era Rey antes incluso de nacer, tuve que preguntar. Pregunté a mi abuela cómo fue eso de vivir una guerra civil, le pregunté a ella que se quedó huérfana precisamente por esa misma guerra. Ella me contó que a los hombres los mataban porque los confundían con otros, otros más rojos que ellos, supongo, y que en toda guerra morían gente de los dos bandos. Pero que peor que la guerra fue la postguerra, que eso sí que era pasar hambre, y que a diferencia de la guerra ahí sólo salían perdiendo los de un bando.

Tuve que preguntar a mis padres cómo fue vivir en una dictadura, y sobre todo qué méritos había que hacer para nombrarse a sí mismo caudillo, generalísimo y no sé cuántas excelencias más. Mi madre me contaba que siendo niña ella recordaba cómo su padre escondía la radío debajo de la almohada, por las noches, para poder oír el parte, como era mejor no hablar, no opinar, no pensar…

Si algo se me ha quedado grabado a fuego de todas aquellas historias han sido las palabras de mi abuela materna, que siempre me decía: hija, tú cuando haya que votar, tú siempre vota, a quien quieras, pero vota, porque durante muchos años los españoles no pudimos hacerlo, y si eras mujer mucho menos. Y yo la llevo haciendo caso desde que cumplí los 18, voto, aunque sea para luego tener derecho a quejarme.

¿Y todo esto por qué lo cuento…? Lo cuento porque hoy, 24 de Octubre de 2019, 44 años y 11 meses después de ser enterrado, hoy han sacado a Franco de donde estaba, y tal y como yo lo veo – y teniendo en cuenta que no llegué a estudiar esta parte de la Historia, esta es la parte que me falta – lo han sacado, sencillamente, porque ese no debía de haber sido nunca su sitio. No me entra en la cabeza que alguien esté enterrado en un lugar que él mimso mandó que le construyeran sus presos, bajo unas condiciones inhumanas de trabajo, quedando muchos en el intento, y ofreciendo a cambio una reducción de su pena (eso si llegaban con vida a cumplirla). No me cabe en la cabeza que alguien quiera pasar la eternidad, precisamente ellos que creen que existe, al lado de miles de cuerpos que él mismo ordenó matar, y que también fueron enterrados allí, pero eso sí, sin lápida, sin nombre y sin flores. No me cabe en la cabeza que 44 años después alguien todavía se atreva a decir «dejemos a los muertos en paz», ¿a qué muertos? a algunos, claro, porque a otros ni siquiera los hemos encontrado.

Hoy ha habido una familia que ha podido ir al recoger a su abuelo – con toda la respetuosidad que un momento así obliga – porque sabían donde estaba, y lo han llevado a otro lugar, donde podrán seguir yendo a llevarle coronas con banderas, eso es mucho más de lo que otras muchas familias no han podido ni podrán hacer jamás.

He dudado si escribir sobre este tema o no, porque suelen ser temas «delicados», quizá si hubiera tenido una buena profesora de historia mi pensamiento fuera otro, pero señores, no fue culpa mía, lo fue de ella.

gema

¿Sin música?

Musica-1«Sin música, la vida sería un error».

Aunque de verdad que no puedo estar más de acuerdo, no, no es una cita mía. Bueno, en realidad, es que ni ésta ni ninguna otra; no tengo yo aún, desde luego, ni la categoría ni el estilo suficientes como para que Google recoja entrecomillado lo que sale por mi boca en un momento, o no, de inspiración.

Pero a lo que iba, esta frase es una de las más conocidas de Nietzsche y también una de las frases sobre las que se le da un mayor valor a esta forma de arte.
Categórica y evidentemente cierta.
Y es que, ¿de verdad se puede vivir sin música?

Yo, desde luego, no. Hace ya un tiempo que me dí cuenta de que no podría en absoluto vivir sin ella. Ni podría andar por la calle. Ni viajar. Ni patinar. Ni cocinar (sí, partir tomate para ensalada también es cocinar).
Sin música no podría escribir. No podría concentrarme ni trabajar. Ni ducharme. Ni soñar. No podría enseñar ni aprender. Ni acostar cada noche a mis pequeñas. Ni podría contar. Ni inventar.
Sin música no podría enamorar ni enamorarme. No podría motivar ni motivarme. No podría querer. Ni crear. No podría recordar mis momentos. Ni tampoco podría echarlos de menos. Desde Sabina hasta Abba. De Amaral, de los Beatles, de Enrique Urquijo y de Queen. De Andrés Suárez. Y de Mecano. Y, últimamente, también de Vanesa Martín.

Y es que, aunque no creo que a estas alturas le importe mucho a Mr. Nietzsche mi vida (bueno, y de nuevo, en realidad, es que ni a estas alturas ni nunca le ha importado a Nietzsche mi vida de algún modo – ver más arriba el argumento sobre mi falta de categoría – o forma), al menos tengo claro que desde luego, y visto lo visto, yo no vivo en un error.

Porque lo que hoy desde luego tengo absolutamente claro es que, sin música, ni podría, ni querría, ni sabría ser yo.

El descanso de los guerreros

El descanso del guerrero

En el Norte anochece antes, sobre todo cuando es invierno y las nubes oscurecen el cielo. No eran aún las 7 de esa tarde de Enero, pero fuera parecían pasadas las 12. Llovía, algo también frecuente en el norte, y la gente se refugiaba en casa, al calor de los radiadores y la televisión encendida para amenizar la tarde. Él estaba asomado al balcón del salón, protegido por los cristales de la galería que impedían que la lluvia llegara dentro. De vez en cuando miraba el reloj, a ver si avanzaba el tiempo, la tele la miraba poco, no le interesaba demasiado lo que echaban. Llevaba un rato mirando la calle vacía, distraído viendo resbalar las gotas de la lluvia por el cristal de la galería, cuando pensó que quizá no era mala idea salir a dar una vuelta. ¿Seguro? porqué no, unas buenas botas, un abrigo que no cale, el paraguas y a la calle. Cinco minutos después estaba doblando la esquina de la calle Teatro rumbo a cualquier sitio.

A la misma hora en la que Él cerraba la puerta y ponía un pie en la calle, Ella entraba en casa con las bolsas de la compra en las manos y el abrigo arrastrando por el suelo. A contrarreloj colocó los alimentos fríos repartidos entre nevera y congelador, dejó todo lo demás en el suelo de la cocina (ya encontraría el momento de colocarlo), hizo una visita rápida al cuarto de baño y volvió a salir a la calle, ya con el abrigo bien puesto, el paraguas en una mano porque el cielo barruntaba chaparrón y algo de comer en la otra, porque cualquiera se atreve a ir a recoger a los niños sin algo de merienda, corres el riesgo de ser comido por ellos. Hay pocas cosas que le den tanta rabia a Ella como llegar tarde a los sitios, sin embargo en los últimos años se ha convertido en su tónica habitual, y no será porque no corre… esa tarde de Enero no fue diferente, cuando llegó ya estaban los niños fuera de la clase de teatro esperando su merienda.

En la calle Rúa, justo antes de llegar al cruce con la calle Teatro hay unos andamios que llevan todo el invierno para proteger la fachada de una casa que está a punto de caerse. Él se tuvo que resguardar bajo ellos, porque a pesar de las botas, el abrigo y el paraguas, la fuerza de la lluvia le había empapado la ropa. A pesar de ello no se arrepintió de haber salido a pasear, cuando estás solo, lejos de tu casa, el tiempo pasa más despacio, la cabeza da más vueltas intentando imaginar lo que no estás viendo y sabiendo que tanto lo malo, como lo bueno, te lo estás perdiendo. Tras unos minutos embebido en sus pensamientos salió de su cobijo y en 5 zancadas llegó al portal del piso, subió en silencio, escuchando la lluvia caer sobre el lucernario de la escalera, metió la llave en la cerradura y en su cabeza resonó el barullo de los niños jugando en el salón, aunque sólo en su cabeza, porque dentro del aquel piso el silencio había hecho que el tiempo se volviera a ralentizar.

Pasadas las once de la noche ella se sentó en el sofá del salón, cogió un montón de ropa recién quitada del tendedero y se puso a emparejar calcetines y doblar ropa interior. Había cenado de pie mientras recogía la cocina y se aseguraba con idas y venidas al cuarto de los niños que ya tenían los pijamas puestos, y estaban metidos en la cama. Encendió la televisión para seguir viendo esa serie que le habían recomendado, y que tanto le estaba consiguiendo seguir, a mitad de la temporada y todavía no tenía claro quién era el asesino y quién el asesinado. Total, cuando consigas ver otro capítulo habrá pasado tanto tiempo que se te habrán olvidado los anteriores. Mientras colocaba la ropa por montones, repasaba mentalmente las tareas de los próximos días, el Jueves tenía que conseguir estar en dos sitios distintos a la vez y aún no sabía cómo lo iba a conseguir, pero entonces se acordaba de lo que siempre le decía Él: cuando lleguemos al río, buscaremos el puente, de momento no te agobies. Y eso hizo, total, ya se había acostumbrado a no pensar a largo plazo, su siguiente reto siempre era superar el siguiente día, conseguir la cuadratura del círculo, intentar no llegar tarde, dejar de correr tanto. Centrémonos en mañana, y pasado ya veremos.

Era el típico reportaje de la tele que Él sabía que a Ella le gustaba, de hecho eran los típicos reportajes que solían ver juntos y que siempre terminaban comentando y repasando los siguientes días. Pensó en llamarla para que encendiera la tele y los vieran casi juntos, pero desestimó la idea razonando que Ella estaría cansada después de todo el día en el trabajo, el atasco de la vuelta a casa, las extraescolares de los niños, la compra, las duchas y la cena, y mejor no entretenerla con estas cosas. Por primera vez Él apagó la tele antes de que acabara, mejor irse a la cama, que mañana toca madrugar.

Los últimos 4 años habían seguido el mismo patrón, Él buscando puentes cada día para cruzar el río, y Ella tirando de ese carro en el que se había subido la familia. Fue uno de esos acuerdos a los que se llega cuando no se sabe bien la envergadura de la batalla que se va a librar. Los dos decidieron cruzar el río, llegar al otro lado, cueste lo que cueste, y como no sabían que era imposible, lo hicieron.

Hoy, 1624 días, o lo que es lo mismo, 4 años, 5 meses y algunos días después, se miran y no se creen que hayan llegado los 2 al otro lado del río, lo consiguieron, desde luego no ha sigo gratis, y el esfuerzo hecho pasará factura, pero se marcaron una meta y la han alcanzado, lo han peleado, como guerreros, y ahora les ha llegado su merecido descanso.

Si me preguntas si ha merecido la pena… supongo que sí, aunque quizá sea pronto para saberlo. Pero en algo estamos de acuerdo los dos, y es en que con esto hemos podido demostrar a nuestros hijos que no hay absolutamente nada que no se pueda conseguir con tesón, sacrificio y esfuerzo. Sólo será cuestión del tiempo que tardes en lograrlo, la única manera es no tirar nunca la toalla.

gema

Lo (a) normal

Al vecino, que contra todo pronóstico, me dió los buenos días. 

Al anónimo violinista de Alonso Martínez, que me regaló un trocito del Canon de Pachelbel antes de sumergirme del todo en las profundidades de la línea 10.
A la oportuna chica que tuvo a bien bajarse en Gregorio Marañón dejándome todo su sitio para todo mi rato.
A Anne Jacobs, que me tuvo absorta con su «Villa de las telas» hasta que anunciaron mi parada.
Y a mi melliza, que, durante 200 metros y 6 minutos, es con quien, y por teléfono, empiezo realmente todas mis mañanas.
A todos ellos. Que…gracias.
No habían dado aún en mi reloj las 08.30 y yo ayer ya tenía en mi poder 5 razones para ser feliz.
Lo más curioso de todo esto en realidad es que, salvo pequeñas diferencias en las piezas musicales que salen de ese violín, y alguna variación en el nombre de la parada en la que consigo finalmente sentarme, casi todo se repite casi siempre. Aunque yo no me dé cuenta. Casi nunca.

Y es que, por qué será que cuando algo medianamente chulo está siempre ahí, tendemos a darlo por hecho y hacerlo desaparecer. Por qué será que al ser humano lo malo le escandaliza pero lo bueno lo normaliza.

Son casi las 07.15 de otro día.
Igual para sorprenderme de nuevo sólo se tengo que entrenar bien a mi cerebro para que vea, sienta, huela, escuche, observe y quiera como si todo fuera por primera vez.
Como si nada fuera normal.
Como si todo fuera excepcional.

Como, y sin darme cuenta, me ocurrió la mañana de ayer.

Azul y Verde

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Una serie de circunstancias y acontecimientos, todos ellos favorables, me han permitido disponer de 2 meses de asueto este verano. Más de 60 días para bajarme de la rueda de hamster en la que he estado mucho tiempo subida dando vueltas, cada vez más rápido, sin saber como frenarla, como parar. Tiempo para olvidarme de algunas personas que tanta energía me han robado, y que esas mismas personas se olviden de mí, que falta me hacía. Tiempo para vaciar mi mente de fechas, recados, reuniones, tareas y responsabilidades, y dejar el disco duro limpio y ordenado.

Dos meses en los que me propuse hacer catarsis, poner el contador a cero, las expectativas de nuevo en su sitio, las pilas de nuevo cargadas. He trazado planes, he echado cuentas, he medido más los tiempos, en definitiva, me he preparado física y mentalmente para volver a empezar. Ahora, a punto de llegar el momento, veré si de verdad lo he conseguido.

Mis veranos siempre han sido azules y verdes. Azules por el color del cielo, el mar y la piscina. Verdes por la naturaleza, el campo y la sierra de Madrid. Pero si le tuviera que dar un color a la sensación de desconexión que he disfrutado, ese sería el blanco. El blanco de las nubes, que van y vienen, que te regalan figuras para que tu cerebro juegue con ellas a imaginarse otras aún más increíbles.

He tenido la oportunidad de regalarle a mis hijos un verano sin madrugones, con mucho sol, cielo, y tiempo para jugar. Han corrido, han nadado, han estado (y aún están…) asalvajados, divertidos, peleones, incluso desafiantes. Me he hecho cientos de km con ellos en el coche para estar más cerca de papá más tiempo, para ir a la playa, para volver a la sierra, escuchando siempre el mismo disco de 50 canciones que nos da para muchos km cantando.

He tenido tiempo de pasar más tiempo con mi gente de siempre y con algunos nuevos, he encontrado en todos ellos espejos en los que mirarme, verme reflejada y aprender. Algunos han sido y son espejos cóncavos, que me devuelven una imagen invertida de mí misma, la imagen de lo que NO quiero ser, de a lo que no quiero parecerme. Pero otros espejos me muestran una imagen que me inspira, por su energía, por su empuje y por su luz.

En definitiva, he tenido tiempo para tener tiempo. Sin duda ha sido un verano extraordinario, comienzo el nuevo curso con un buen sabor de boca, y con las ganas de volver a repetirlo. Pero como todo lo vivido toca pasar página y empezar un nuevo libro, de este ya tengo las primeras páginas escritas, nuevos horizontes, cambio de actitudes y sobre todo: los 4 de nuevo juntos en casa.

Acabará un verano azul y verde para dar paso a un otoño naranja y bronce.

gema

Adiós

A Paula. Y a Lucía.

Siempre he bromeado sobre lo nada parecidas que sois a mí. La una porque es clavada a su padre y la otra porque no parece ser de ninguna familia. Como mucho, y rascando de donde casi no hay, he sacado de parecido entre nosotras tus pies, Paula, y tus pulgares (ni siquiera llegamos a todos los dedos), Lucía.

Ayer sin embargo me daba cuenta de que sí lleváis algo mío. Me dí cuenta dónde os he transmitido sin duda mis genes. Y ya lo siento.

Y es que ayer, cuando volvíamos de nuevo a Madrid después de vuestros 45 días sin dejar de ver el mar, pude comprobar que tampoco vosotras soportáis las despedidas. Insisto, y ya lo siento.

Os podría decir que con los años se pasa, que cada vez va a menos, que los amigos siempre están ahí aunque les tengamos que decir adiós. Pero para qué. Cuesta mucho. Muchísimo.
Porque sí, porque he llorado una barbaridad durante años en la estación de autobuses de Méndez Álvaro, en la casa de San Rafa mientras firmábamos carpetas, en Sants a pie de un tren y en Benicassim puntualmente cada 31 de Agosto. Porque lloré cuando terminé COU (siento un término tan del cretácico pero mamá es del 78), cuando vuestra «titita» se fue de casa, siempre que se terminaban las navidades y cada vuelta de nuestros familiares viajes por Europa.
Lloré cuando me fui de mi primer trabajo. Y de mi segundo. Y yo creo que ya puedo decir que también lloraría si me fuera del tercero.

Lloro cuando algo que me importa se acaba y cuando alguien que me importa se va. O cuando quién se va soy yo.

Ayer en el coche, mientras os veía a vosotras hacerlo, no pude contener mis lágrimas tampoco. Porque las dos sufriáis y porque en las dos me ví. Porque en vuestro adiós a vuestras pequeñas amigas pude recordar todas y cada una de mis despedidas.
Os podría decir que no es para tanto, pero, en verdad, sí que lo es.

La buena noticia, eso sí, es que durante todo este tiempo he confirmado que llorar al decir adiós es absolutamente compatible con haber sido escandalosamente feliz antes. Es más, he confirmado que, en realidad, es la inmediata consecuencia.

Con cariño,
Mamá.

A vibrar

el-principio-de-vibración-4806404066912699206..jpgLo confieso. Necesito vibrar.

Esto va de cuando tienes ganas de escribir y no sabes muy bien de qué. De cuando quieres escuchar música sin saber en realidad qué canción poner. Va de cuando ansías una novela, y no sabes cuál. Va de cuando tienes hambre pero no sabes qué te apetece de verdad.

Esto va de necesitar una conversación profunda pero no saber con quién. Va de querer recordar un momento pero no decidir cuál.
Y va de quererte reír mucho y no tener claro de qué.
Y va de desear llorar de emoción pero no saber elegir bien el por qué.

Supongo que en realidad esto va de necesitar vibrar a toda costa y no tener claro exactamente dónde buscar. No tener claro en absoluto cuál será la fuente que primero te apague esa sed y sin embargo saber que al final la encontrarás. Y antes de que acabe el día.

Por un lado supongo que puede resultar arriesgado esperar siempre de la vida y del día al menos un momento o una sensación que te empuje a vibrar. ¿Y si un día no ocurre? ¿Y si no lo hace nunca?
Por otro lado supongo que puede resultar un poco triste no esperar. Triste del todo.

Yo sí que espero. Porque yo necesito vibrar. Elijo vibrar. Escribiendo esto, escuchando Sabina, leyendo «Yo, Julia» o tomando un yogur natural sin azúcar y congelado. Vibrar conversando con una vieja amiga en Olavide, recordando un campamento en San Rafael, riéndome con Paula y su versión de la tormenta de ayer o llorando con «This is Us» (por otro lado: LA serie).

Vibrar esperando vibrar. No sólo una vez ni por un sólo motivo. Y antes de que acabe el día.

A vibrar…